Sujeto

Sujeto

domingo, 10 de octubre de 2010

Escrito a propósito de un cuadro de Turner (Versión 1)

“C’est par là que tu te rapproches d’une autre chose”

Ya no se podía contener la vibración. En todas las direcciones se repetían los ecos y se arrastraban las sombras. Todo se correspondía, y el campo de resonancias que se sostenía sobre la superficie ligera ya no podía seguir encerradose en sí mismo. La superficie ligera, ese verano con Monika, se había ido reduciendo hasta que todas las líneas finalmente quebraron, y con ellas todo colapsó.

Los movimientos violentos del ambiente y del aire fueron en un principio totalmente impredecibles, pero el magnetismo del centro, que era incuestionable y lo siguió siendo unos cuantos minutos, alteró sus órbitas y los volvió verticales.

Yo estaba sentado sobre una roca que, hasta ese momento, se había comportado como si fuese blanca. Los destellos coloridos sobre su superficie pesada hicieron que me sobresaltara y que abandonara el pedestal. Salté para volver a pisar el suelo. Una vez sobre el suelo, que era rugoso y húmedo como una cueva o como una matriz, me agaché, y al agacharme pude ver mejor. Y pude reconocer también una canción hasta entonces nunca escuchada. Daba igual oír que ver porque todo se agitaba verticalmente. Era una situación que recordaba pese a no haberla vivido nunca. Ya desde el principio sabía que aquello que se movía, y que era aire, sonido y luz, no tardaría en transformarse en rocas, rojo, sangre. Así que, desnudo, me dejé cubrir y arrastrar. Quería ser tragado de una vez.

A medida que avanzaba (creo que entre vapor y ríos de aire), todo se volvía cíclico. Nada quedaba atrás, pues aquello a lo que antes daba la espalda pronto me miraba de frente. Quizás no haya hecho bien en decir avanzar. Iba delante de mí mismo y al mismo tiempo estaba quieto. Oí otra vez la frase, “No cambies nada para que todo sea diferente”.

Supongo que en ese momento el remolino cuyo centro era yo decidió transformarse en balsa, y remé con todas mis fuerzas entre aguas claras pero totalmente espesas. Ya no podía más, así que dejé que la densidad de los líquidos sobre los que flotaba me tragara de nuevo. ¿Qué importancia tiene hacer las cosas si siempre las estoy haciendo?

Entonces supe que había llegado a la visión antigua. Me encontré con la pastora y caminé junto a ella bajo las bóvedas y los arbotantes que sujetaban el cielo y que flotaban en el aire. Sólo me dijo una cosa: “Es por ahí por donde te acercas a otra cosa”. Cuando desapareció yo apenas recordaba hacia donde había señalado, pero no me importaba. Iba a acercarme a otra cosa.

Con el siguiente temblor el cielo y el suelo se intercambiaron. Aparecieron las estatuas, que me saludaban. Aquellas estatuas estaban ardiendo, pero no por ello dejaban de mirarme. Salía de ellas tanta luz que mi sombra se había alargado tanto que la estaba viendo de frente. Me estaba acercando a otra cosa.

Un reflejo cortó el tiempo como un cuchillo y la misma música de antes volvió a oírse. Ya no era un recuerdo. Mi corazón giró en torno al eje de su puerta y los límites volvieron a ser barro, que precipitó para no volver a ensuciarme más.

Levanté los ojos y allí brillaba Laura, Laure, el oro, el aura, aquella que me tendrá para siempre. Una estatua sin cabeza. Un reflejo que me partió en dos como un cuchillo.